Flotó la última hoja del árbol y voló lejos, hasta perderse en la distancia. Con ella se fue la huella en la almohada, el último beso, el calor en las sábanas, el eco de las risas en aquel hotel de Alicante mientras fotografiaba su piel desnuda durante la última cita, sus pasos en la arena, el sabor a mar en cierto rincón de su cuerpo y a tormenta en su mirada, el olor a manzana verde de su pelo. Ya no sería nunca más de ella, nunca más serían el uno del otro.
Empezaba a olvidar las notas de las últimas canciones, las letras escritas con la humedad de sus labios en las bocas resecas, los lunares dibujados con los dedos en la noche, las promesas, todo.
Pensó durante un átomo de tiempo que con la brisa de los últimos días del otoño, se empezaban a marchar las nubes oscuras que con demasiada frecuencia y en un segundo, tapaban los momentos, a la hora o el día más inesperado, el dolor de una lágrima al nacer, la melancolía del invierno que llegaba, el peso innecesario en la mochila de los días de un pasado muy lejano, los desvelos, los gritos, los silencios o los celos por los caminos que dibujaba la luna sobre el agua.
Esa tarde había borrado una a una todas sus fotos, también aquellas en las que se abrazaban, las calles, los paisajes que una vez pisaron juntos y lo que escondía en los rincones perdidos del corazón o la memoria.
Miró por última vez el cielo aquella noche, con los ojos bañados de escarcha y de rocío, recogió la sonrisa perdida que le guardaban las estrellas y cerró con cuidado la ventana a la que se había asomado tantas veces, no se diera el caso que algún día y en el momento más inoportuno se colara por un hueco diminuto una ola de nostalgia por todo aquello que nunca había sucedido.
«Me gusta el viento. No sé por qué, pero cuando camino contra el viento parece que me borra cosas. Quiero decir: cosas que quiero borrar”
M Benedetti