Llegó a él de la forma más inesperada, llegó con el sueño de su nombre.
Llevaba en su equipaje un corazón roto, todos los miedos, todas las heridas acumuladas con el tiempo, con todos los rencores del pasado, todos los silencios de una vida, con la duda permanente como única bandera, la una furia desatada y feroz con la que hería todo aquello que estaba al alcance de su mano, la mente confusa de aquel que ha perdido una a una todas sus batallas y que convertía en su realidad todo aquello que cruzaba por el pensamiento.
Alimetaba sus monstruos con juicios antiguos, incapaz de pedir una tregua pensaba que todo era una batalla contra el mundo, una guerra perdida contra ella misma, contra toda la esperanza.
Nunca pudo llegar al fondo de su corazón, quizás nunca lo quiso, vaya uno a saber. Ella pensaba de ese modo estar a salvo del dolor de un desengaño, otro más que añadir a una lista interminable.
El queri ayudarle a romper con el destino escrito, ligarla al suyo con un abrazo que rompiera todos sus esquemas del pasado, crear un mundo juntos, pintar un arcoiris.
Solo deseaba dormir cada noche amarrado a su cintura tocando sus pechos sin preguntarme si por la mañana le querría, besos de esos que no se pueden contar ni a los amigos más cercanos, escribir en su cuerpo letras que hicieran enrojecer lo que aún tenía de niña, la intimidad suficiente para hablar sin miedo del pasado, deshacerme entre risas, juegos absurdos, pequeñas tonterías y miradas de deseo, hablar entre dietes mordiendole en los labios.
No le dejó, o el nunca supo como hacerlo, enredado en su propia torpeza no alcanzo a cargar en la paleta del pintor una nueva gama de colores y se dejó llevar al lado más oscuro, allá donde dormían sus propios demonios, respondiendo con su propia furia a la suya en lugar de desdisbujar a besos su amargura.
Luego fueron cortando, en una lucha permanente, aquella delgada línea que aún los unía para caer desmanejados, cada uno por un lado, como marionetas sin fuerzas, con un destino incierto.
¡Maravilloso!