Aquella noche de junio, Moncho, al que apodaban «ó poteiro da Gándara» por haber alumbrado, hace ya muchos años uno de los mejores orujos de toda Galicia, caminaba solitario y en silencio camino de la humilde casa situada en los montes de O Val. Heredada de su abuelo y en un estado tan lamentable como el suyo propio, le servía de refugio en el ocaso de sus días, y mientras se dirigía a ella circulando por las corredeiras que discurrían al abrigo de las miradas de los habitantes de Baltar, rumiaba entre imprecaciones que sólo acertaban a llegar a sus oídos, el lamento por lo que pudo haber sido y no fue.
A pesar del tiempo transcurrido, recordaba muy bien, demasiado bien para su desconsuelo pensaba cada vez que como entonces pasaba por los alrededores del edificio de la Cooperativa, lo que sucedió tiempo atrás, mientras bajaba del monte aquella mañana de San Juan, con la música de gaitas y zanfoñas retumbando en su cabeza, con el misterio de aquella noche de solsticio prendido entre sus ropas después de que con el alba, finalizara la que desde tiempos inmemoriales se conocía como la fiesta de A Pena Molexa y que se venía celebrando en el lugar de Vilasuso, justamente donde una vez hubo un castro celta…
Desde su mas tierna infancia conocía a Maruxa la mujer sin edad que algunos a escondidas, tras lanzar miradas temerosas y furtivas a un lado y a otro, llamaban A Meiga, pero no pudo evitar un sobresalto cuando súbitamente apareció delante suyo, envuelta entre las brumas matutinas, como si le estuviera acechando tras uno de los viejos robles que cercaban el camino.
–Dame un pouco de auga rapaz…le imploró con ojos velados por la fiebre mientras se apoyaba en el recio tronco, como a punto del desmayo.
Moncho se apresuró en auxilio de la mujer y después de ayudar a que se sentase sobre una piedra, acercó la cantimplora a los labios de la anciana, la cual bebió a pequeños sorbos el preciado líquido que éste le ofrecía.
Pasado un corto tiempo, para sorpresa del hombre Maruxa se levantó sin el menor esfuerzo y mientras se adentraba en el bosque siguiendo un camino de lirios, se volvió un momento para decir misteriosa:
–Hoxe cambiou a tua suerte…
Y sin comprender el sentido de estas extrañas palabras, se dirigió a la playa de Meirás a cumplir el ritual del baño de la mañana de S.Juan…
Pasaron unos días y cuando empezaba a olvidar el encuentro con Maruxa, lo que creyó una casualidad salió a su paso cerca de Lago, al abandonar la iglesia parroquial de Santiago, lugar en el que solía pasar largo tiempo admirando el retablo y los ornamentos del lugar, ó quizá mirando embelesado las orquídeas blancas del jardín que lo circundaba. Cerca de uno de tantos cruceiros que marcaba la ruta de peregrinación a San Andrés de Teixido y medio escondido entre unas ramas de parietaria, aquello que en un principio le pareció un moton de chatarra de cobre brillando al sol y por el que podría sacar algo de dinero, una vez ordenados los diferentes elementos, resultó ser un viejo alambique, muy parecido al que su abuelo tenía en la casa y con el que destilaba un fuerte orujo, elemento casi indispensable para combatir el rigor del invierno para todos aquellos que por su condición, se veían obligados a trabajar la tierra, con una humedad que se colaba hasta los huesos.
Con la respiración entrecortada por el esfuerzo acarreó el hallazgo hasta llegar a su casa, donde para su desconcierto encontró a la anciana, sentada a la sombra de un castaño que crecía cerca de la puerta de la cuadra de los cerdos. Sin mediar palabra la mujer sacó de su faltriqueira un viejo pergamino y lo tendió hacia el hombre, para luego desaparecer como una sombra.
Aquella noche, bajo la luz de un candil, Moncho miró una y otra vez las indicaciones que contenía el legajo y el amanecer lo encontró dispuesto a su tarea.
Montó el aparato para acto seguido, dirigirse al desvencijado hórreo donde almacenaba el sarmiento al que siguiendo los dictados del escrito, despojó cuidadosamente del buyo, para evitar así la muerte o en el mejor de los casos la ceguera de aquellos que consumieran la bebida, si no se eliminaban algunos elementos nocivos durante el proceso. Extendió los restos de la uva que gentilmente le facilitaban en la Cooperativa una vez extraído el mosto y que ya algo seco utilizaba como alimento de sus cerdos en invierno. Después inició la sucesión de tareas de la destilación a fuego lento y constante, sin olvidar añadir una pequeña porción de mirto con el objeto de dar una hermosa tonalidad rojo- violaceo al preparado…
Su vida, en efecto, había cambiado mucho desde aquel encuentro con Maruxa, pensaba Moncho antes de vestir sus mejores galas y mientras el agua fría corría por su cara, una mañana de colores grises y densas brumas.
Se puso una camisa de lino blanco con mangas holgadas y puños apretados, la peiteira primorosamente bordada, para luego extender con cuidado, hasta mas abajo de su rodilla, la calza de paño negra que dejaba entrever la cirola blaca; a continuación se enfundó las medias de lana, que estában a últimos de octubre y amenazaba frío; las polainas de cuero negro rematadas por una tira de terciopelo del mismo color, que las hacían mas vistosas, relucían, observó mientras abrochaba la hebilla situada a la altura de los zapatones de piel de becerro, todo ello a juego. Algo nervioso se palpó el colete rojo de cuello alto y solapas amplias de pico; la chaqueta del traje corta y entallada, de paño negro, se ajustaba a su figura como un guante pensó mientras se miraba complacido en aquel espejo de azogue, un tanto desgastado por el paso de los años; faja de dos vueltas, acabada en flecos, remataba su indumentaría.
Antes de salir dudó entre la monteira tradicional ó el sombrero de fieltro, tan de moda en aquellos tiempos a caballo entre dos siglos, y que sustituía a aquella, decidiendo que con la capa, mejor sombrero.
Montó sobre la mula recién adquirida, teniendo mucho cuidando en camuflar en las alforjas, la bolsa en la que llevaba el benefico de la venta de su afamado licor, mil reais de prata, precio que había ajustado con uno de los descendientes de Xoaquin Sixto, mas conocido por O Indiano, como precio de compra de la que sería su nueva casa, construida por aquél en las cercanías de Fene, según la inspiración de las viviendas coloniales de la lejana Cuba, lugar en el que, a base de trabajo afirmaban sus amigos y eleent las costas de Guinea y la isla acompañando a un individuo siniestro, de apellido Vergara, recientemente fallecido en alta mar durante una rebelión de algunos de aquellos desdichados, debía su fortuna.
Cuando los primero pasos del animal enfilaban el camino entre los bosques de Narón para luego, seguir hasta Neda y llegar finalmente a su destino, recordó satisfecho la reciente visita del enviado del obispo de Mondoñedo, el cual por orden de su jefe le encargó el envío de tres barriles de aquel orujo tan especial en sabor y aroma ( para repartir por las diferentes parróquias de su diócesis, aclaró sin que nadie le hubiera preguntado, no fuera a pensar otra cosa) que gracias a una receta que cambiaba misteriosamente cada cierto tiempo, se consideraba a la altura de las mejores grappas italianas ó de los afamados tsiroupos griegos. La fortuna le sonreía, sin lugar a dudas…
La niebla se abrazaba perezosa a los helechos que bordeaban el bosque, sujetándose en ocasiones a toxos de flores amarillas y espinas afiladas ó a las hojas irregulares de matas de acebo festoneadas por pequeñas drupas rojas, en un camino húmedo y apenas vislumbrado a la sombra de la Sierra de Fergoselo y que discurría entre carballos frecuentados en la noche de los tiempos por mágicos druidas, castiñeiros de erizos generosos que esparcían sus frutos por la tierra, abeneiros de hoja redondeada ó bidueiros de corteza gris.
Se santiguó supersticioso cuando la estrecha senda que bordeaba un río Castro tributario unos kilómetros mas abajo del caudaloso Xúbia, en las estribaciones del monte Fortandión, le llevó a pasar cerca de una antigua iglesia en ruinas que nunca llegó a ser bendecida y que apenas nadie conocia en aquella tierra de irmandiños. Decían los viejos del lugar que su historia era contada por el viento, porque el viento de aquellas tierras hablaba de cosas extrañas y olvidadas, con palabras nunca escritas y que al abrigo de la noche, las voces susurraban en voz muy tenue la historia de Prisciliano, el hijo proscrito de las tierras de Iria Flavia y de su amada compañera Eucrocia, de viejos ritos celtas, de gente de andar descalza, de hombres de pelo largo que vivían en comunidad, que renunciaban a bienes materiales y que se oponían al nuevo orden venido de la iglesia de Roma; voces que hablaban de persecución y muerte.
Espoleó su montura al notar su piel erizada por el miedo, deseando abandonar cuanto antes el lugar y dejar a su espalda la parte del bosque mas umbría.
La bruma que todo lo envolvía se hizo mas densa al llegar al puente de Chao y entre jirones movidos por el viento, en un recodo del camino, vió venir hacia él, la figura encorvada de Maruxa…
La inquietud por la suerte de su pequeña fortuna dibujó en la cara del jinete una mueca extraña, mezcla de temor y de avaricia, mientras la acémila se acercaba con paso lento al lugar donde se encontraba la mujer.
-» ¿Cómo van as cousas, rapaz?»… habló Maruxa, dirigiéndole una sonrisa cómplice que descubría las carencias de su dentadura por efecto del paso de los años, cuando el hombre llegó a su altura.
Bah¡¡ Bah¡¡ Ahora non teño comida pra os porcos cando chega o inverno…contestó despectivo, sin detener su andadura y al tiempo que apremiaba con brusquedad la marcha del animal, de modo que la mula arrolló a la anciana con su parte delantera, sacándola con violencia del camino.
Fué en ese momento cuando el tiempo se detuvo unos instantes, abortando la huida de un alcaudón de espalda roja y atrapando la mirada nerviosa de un corzo que pastaba entre ramas de brezo y las matas de melisa que crecían en las orillas de la marisma cercana. El suelo del camino se estremeció por el efecto del rayo que rasgó de parte a parte un magnolio centenario y sus ramas cayeron con estrépito, arrastrando a Moncho en su camino, precipitando al hombre y a su montura al lecho de un río oscuro y frío, que el ingrato creyó sería la última vuelta en el vestido de sus días. Las aguas le arrastraron inconsciente hasta la orilla del Muiño de Neda y nadie supo el tiempo que llevaba allí aquel infeliz, cuando unos labradores que iban de regreso hacia sus casas lo encontraron, mientras ya asomaban por las estribaciones del monte de A Louseira, las primeras sombras de la noche.
Pasaron aún muchos días hasta que aquel cuerpo maltrecho, cuidado por las buenas gentes del lugar, pudo recobrar las energías suficientes para emprender el camino de vuelta a su hogar, al que llegó después de un penoso viaje. Las últimas fuerzas le abandonaron cuando a su llegado observó las paredes derruidas y como señoras del lugar, la belladona, la nueza y la hiedra venenosa. En el troco del castaño aún en pie, pudo leer un lamento grabado con letras antiguas, que rezaba:
» ¡¡ Quién puediera descifrar las miserias que se cobija en el alma de los hombres¡¡»
Dedicado especialmente a Axouxer, una «galega coma min» en el exilio, en agradecimiento por su ayuda para conseguir las mejoras en mi space y por buena persona.
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